Sentado en el sillón puedo escuchar como se avecina la tormenta
desde la ventana. Intento concentrarme en el sonido del viento ignorando a los
demás sentidos para evitar ese amargo olor a cerveza y ese fuerte dolor en la
mejilla que me dejo su mano.
Mi mamá entra por la puerta, la
noto empapada, por agua y por cansancio. A veces la veo llegar con una bolsa, y
eso quiere decir que la señora para la cual limpia la casa, le dio algunas
cosas para traer, puede ser ropa, o comida, a mí me gusta cuando son juguetes o
lápices; pero hoy no era el caso, hoy llegó vacía.
Lo escucho pararse en la
cocina, acercándose a nosotros aplastando el piso con cada paso, y trayéndose
encima todas esas nubes negras que me aterran.
Empiezan los gritos, los
truenos la sacuden, a mí me hacen sentir diminuto. Que no son horas para llegar
le dice, que con quién estaba, que siempre hacía lo mismo. No sé por qué mi
mamá no le responde, seguro estaba con doña Antonia ayudándola a terminar con
algunas costuras, yo lo sé porque a veces la acompaño y hasta me piden a mí que
les enhebre las agujas.
Pero ella, nada, no abría la
boca. Aunque igual iba a ser difícil escucharla con todo ese ruido que hacia la
tormenta dentro de casa.
Él la agarra, yo corro a mi
cuarto. Odio ver cuando le caen los rayos encima, llegan con tanto odio y tanta
fuerza, que le dejan marcas en la piel y sombras en la mirada.
Me tapo con las sabanas pero
pareciera que el frío ya es parte de mi cuerpo. Pienso en otra cosa, en que
para mañana iba a mejorar, dijo el noticiero. Que el agua cae para limpiarnos había
escuchado, pero a mí me parece que viene a robarme la infancia, porque no me
deja salir a jugar.
Mi mamá se acuesta al lado mío
y me abraza.
Yo me pregunto, cómo es que
dicen que mañana va a salir el sol, si ella está acá y no puede dejar de
llover.