Sucedió lo que tantos años esperé, le pregunté en la oscuridad de su cama ¿Ya decidiste qué vas a hacer? Sí, me dijo. Me besó. Y desde ese momento mis alarmas no hacen más que sonar, que advertirme, que abrumarme.
Fue como si nos conociéramos de vidas pasadas, no me imaginaba que iba a haber tanto química, me confiesa entonces, también, de todas las veces que imaginó ese momento. Yo sabía que iba a pasar, fue mi declaración, mi maldición es siempre saberlo. Estando ahí, entre sus brazos y sus susurros de deseo, yo estaba ahí pero él no me veía. No soy una opción.
Viene corriendo hacia mi, sí (finalmente) pero llamándome por otro nombre, por el nombre de la mujer que ama.
¿Y qué hago yo ahí? Me obligo a extasiarme de él, de acariciar sus puntos débiles, de escucharlo en su vulnerabilidad, de llevarlo a mi locura. De extraer algo de su cariño, probar aunque sea un poco de su verdadera esencia antes de salir corriendo, antes de mi huida, de mi destierro.
Lo más doloroso es que sería capaz de ignorar el hecho de que no me ame, solo para tenerlo cerca un ratito más. ¿Pero cómo podría perdonarme eso? A los dioses no les debo nada, pero a mi cuerpo, una explicación.
No quiero comer, no quiero dormir. Quiero sobrevivir a este sentimiento.
¿Pero cómo puede ser mentira? Si yo presté atención a cada uno de sus latidos. Me dijo que tenía buena memoria, que se acordaba exactamente la canción que sonaba la primera vez que salimos, hace siete años atrás, cuando él no se había enamorado y yo todavía creía. Pero no podemos seguir alimentándonos de ese pasado tan remoto, tan inocente.
Es que no vine hasta acá para ser el vacío que te llene de la mujer de tu vida. Yo quiero ser el amor de tu vida, quiero ocupar espacio, quiero que me hagas grande con vos. Pero me toca aceptarte solo de a ratitos, robarte hasta que llegue el amanecer. Lo bueno es que siempre llega, lo malo es que cada día se va.
Entendí que tampoco va a ser en esta vida. Me voy silbando y sin rencor, mi gran amigo, mi gran amor.