viernes, 23 de febrero de 2024

Síndrome de la impostora

 La mayoría de las veces que leo a mis autoras favoritas, que seguramente son la de todos, Woolf, Pizarnik, Vilariño. Aunque también con las que son más personales como Patti Smith o Lucia Berlin. Encuentro en ellas una pulsión de escritoras que nace inclusive antes de que fueran conscientes de su propia persona, de quienes querían ser.

Alejandra escribe a sus 19 años "lo confesaré aunque me tenga que morir llorando, solo diré la verdad, que es ésta: ya no quiero vivir, yo quiero un interés obsesivo por dos cosas: los libros y mi poesía" entiendo que no hay ni habrá nadie como ella, que vivía solamente porque quería escribir. Pero Idea también dijo "Este papel mi vida.." y en esas cuatro palabras justificaba su existencia entera.

Yo, por otro lado, me siento culpable por no tener ese hambre de escribir. Sí lo tengo por la literatura, pero al mismo tiempo desconfió de mis propias pasiones. ¿Es eso posible? A los 12 años mi profesora de literatura me juro que yo podía escribir, que era especial, que podía crear textos interesantes. A esa visión suya me ancle. La volví mi personalidad. Un poco lo sigo haciendo para nunca traicionarla, para que tenga razón, para no convertirla en una mentirosa. Pero la mayoría del tiempo me pregunto si alguien más me hubiera dicho que era buena en algo, o si pudiera hacer otra cosa, si tuviera talento para cantar o bailar ¿hubiera llegado a la literatura igual? Si supiera actuar o tocar muy bien un instrumento ¿hubiera elegido igual a los libros? ¿estaría escribiendo esto? Es decir, me da miedo haberme implantado este amor solo porque nadie me dijo que era buena en algo más.

Pero Quirós también me dice "Uno se supone que es uno mismo quien se lanza, quien va en busca de la literatura. Uno se imagina invadiendo ese territorio con ímpetu arrollador, con la convicción de un poeta. Pero resulta que no..." Yo lo leo y no creo en el destino pero siento que no podría ser nadie más ni otra cosa. Que no sé que hubiera pasado ni donde estaría porque esto es quien soy hoy. Acá están las respuestas. No me interesa nada más porque encuentro todas las vidas que fueron y serán posibles dentro de los libros. Porque son la una de la mañana y yo solo quiero emborracharme de letras, así que tal vez estaba equivocada, me dejo distraer por el mundo exterior pero dentro mío si existe una pequeña enorme pulsión literaria que me arrastra, que me mueve, que me transforma.

domingo, 18 de febrero de 2024

Infancia

Confusión. Esa es la primera palabra que se me viene a la mente cuando intento reescribir mi infancia, cuando, guiada por los maestros, busco un recuerdo en el que pueda anclar mi consciencia. Pero simplemente no tengo una gran memoria, mis narraciones son flacas, pierdo los rasgos, les falta carácter.

Confusión. ¿Dónde empieza mi niñez? ¿Cuándo termino? Me gustaría poder contarme desde las calles coloradas de Virasoro, de las mesas largas y las risas de mis tías, pero no son verdad. O tal vez si, pero no son cosas que realmente recuerde sino, pienso, que más bien me invente esa infancia para hundir mis raíces en un lugar más fértil. Quizás para tener un lugar a donde volver.

La columna vertebral sobre la cual crecí es más bien la duda. Una duda profundamente religiosa (esa si nace de la provincia). Confusión, que todavía me persigue, sobre qué debía creer, más bien, cual era mi verdad asignada y cómo debía actuar ante ella.

Mariano Quirós dice que al final los escritores hablan de los únicos tres temas que existen: vida, muerte y amor. Ciertamente bajo esos ejes puedo categorizar mis recuerdos.

La culpa, de las primeras cosas que aprendemos. La culpa con la que nacemos los niños católicos, esa con la que pasamos el resto de nuestras vidas tratando de redimirnos. Como si Dios desde nuestra mínima existencia viera un acto de rebeldía y al bautizarnos él nos reconoce, pero no nos perdona, ese ser omnipotente que ya sabe de todos nuestros pecados antes de que los cometamos. Por ahí ya no es por Eva y esa maldita manzana, por ahí él ya se olvido de ella y por lo que verdaderamente nos condena es por la persona que vamos a ser, por el camino de daño que vamos a construir mientras crecemos.

Estas falsas conclusiones son a las que llego ahora, pero en esos tiempos que era tan chica, que Dios era demasiado grande, demasiado adulto para intentar comprenderlo, yo entendía mucho menos (o igual) el tema de la culpa, pero si sabía un poco del placer. Es fácil diferenciar lo que se siente bien de lo que se siente mal. La masturbación se sentía bien, aunque yo sabía que estaba mal. Lo sabía porque mi mamá me vio una vez abrazando una almohada y me dijo que nunca más haga eso. Y como mi madre era, evidentemente, la que más se entendía con Dios, la que más se parecía, al menos. Ahí entendí que era algo que estaba mal ¿Por qué? Nunca lo sabré, pero no tenía que volver a hacerlo. No era un tema sexual porque ni conocía esa palabra. Sino que solo era un placer que me era prohibido. Al final si soy hija de Eva, pienso, porque seguí pecando pero tuve que aprender a hacerlo escondida. Lo que pasa es que una no puede esconderse de un señor omnipresente, eso era sabido. ¿Qué podía hacer yo, entonces, para que me perdonara? Él obviamente ya no iba a creer en mis falsas promesas, entonces decidí que tenía que lastimarme. Me merecía un buen castigo por mis buenos pecados, y como la iglesia me enseño desde el primer día que entre y ví a Jesus crucificado, para conseguir la expiación tenía que sufrir, pero no sufrir de cualquier manera, tenía que sangrar, cuanto más me doliera, más grande iba a ser mi arrepentimiento. Un poco de placer se pagaba con mucho suplicio. 

En otro confuso episodio con mi religión, me encontré con la muerte. En realidad paso, por primera vez, cerca de mí. La descubrí, vi lo que generaba y su magnitud me impresiono, en ese momento, entendí que existía una fuerza que estaba a la altura de la de Dios, un algo que también ponía a la gente de rodillas a llorar, a mirar para arriba y gritarle al cielo. Pero no era la misma, porque a esta fuerza la odiaban y le temían, si Dios nos daba la vida ¿quién era el que nos estaba dando la muerte?

Un amigo de la familia había tenido un accidente. Era el padre de un compañero mío, un hombre que yo conocía, con él que había compartido saludos y comidas. Era una persona que jamas podría volver a ver, porque ya no estaba. Así de simple y así de cruel. Desde ese día, comencé a persignarme, no solo cuando veía una iglesia como era lo habitual, sino que también, cada vez que pasaba frente a la casa del hombre que había muerto. Porque en muchas maneras, representaba para mí un lugar sagrado, un lugar en donde había estado la muerte, donde hubo un Jesús crucificado pero de otra forma. De una manera que me era demasiado masiva para entender, yo intentaba demostrar mi respeto también a esa fuerza aniquiladora, que no conocía, de la única manera que sabía, haciendo la señal de la cruz.

Pero el recuerdo más certero de cuando era una niña creyente (lo sigo siendo, solo que no religiosa) es aquel día que me subí a la terraza a hablar con Dios. Yo sé que el solía escucharme, pero sus tiempos eran muy distintos a los míos. Yo no tuve la paciencia suficiente para esperar que lleguen sus señales. A lo que voy es que ese día, en el mal llamado conventillo, al que nosotros le deciamos "el hotel". Ese en el que vivíamos los cuatro en una misma pieza que inclusive en esos tiempos me parecía pequeñisima, cuando todos en si eramos muy chicos, hasta mis padres. Un día en el que probablemente mi papá estaba borracho y haciéndonos sentir miserables, decidí subir lo más alto que me era posible y hablar seriamente con Dios. Le pedí tres cosas, porque uno sabe que son solo tres deseos lo que se te pueden cumplir por vida. Le dije que quería una casa grande, una casa con habitaciones donde cada uno se pudiese esconder cuando lo necesitara, una casa de verdad, donde tengamos nuestra propia cocina y nuestro propio baño, le pedí un hogar y segundo, mi deseo de niña fue tener un árbol de navidad gigante, uno que fuera más alto que yo, que sea para toda la familia, que se pueda llenar de regalos. Lo tercero que le pedí, pero que era el más importante, el que nos iba a dejar disfrutar de los otros dos, era que mi papá dejará de tomar. Así de simple lo planteaba, por favor, no quiero volver a ver a mi padre borracho, no quiero que siga rompiendo a mi mamá, que nos siga lastimando con sus ojos llenos de sangre, con su odio a si mismo que apuntaba contra nosotros. Esos fueron los milagros personales que le pedi a Dios, y a cambio yo le daba todo. Mi alma, mi cuerpo y mi mente para siempre dedicada a cumplir sus expectativas si él cumplía las mías.

Pasaron años y miles de injusticias antes de que finalmente sucediera lo que tanto deseaba. Durante ese tiempo le solté la mano a la religión, no volví a pasar por una iglesia, me olvide como se rezaba y no hable nunca más con Dios. Seguimos caminos separados, supongo. Y al final del día me di cuenta que si se habían hecho realidad era gracias a mi madre, que ella trabajo hasta el hartazgo para darnos una casa a mi hermano y a mí, ella nos dio nuestro refugio y también consiguió el árbol de navidad gigante. Mis primeras impresiones no estaban tan erradas, ella sí era la voluntad de Dios como lo sospechaba. Mi papá está lejos ahora pero cuando lo veo nunca está borracho, ahora soy yo la que toma alcohol frente a su mirada, casi burlándome porque él sabe que no puede hacerlo delante de mí. Una fuerza superior se lo impide.

Las conclusiones las dejo para la adulta que algún día seré, a esa niña sin recuerdos solo le diría que acá estoy para escucharte, que escribas sin miedo.