Ya es lunes, van a ser las dos de la tarde. Me es imposible hacer las cosas a tiempo, manejar una agenda, cumplir con mis pequeños objetivos en el horario estimado. Siempre elijo el disfrute, tomarme un café, dormirme una siesta, escuchar una banda nueva "si es tan importante, entonces es necesario que lo haga cuando tenga la energía suficiente para darle la atención que merece". Nunca es tan importante.
Hay personas que nacen en el seno de una familia musical, de chiquitos ya aprenden a latir con ritmo, a escuchar en colores y texturas, a saborear los sonidos de una manera distinta. A mi no me paso, recién ahora, a los veintidós años descubro la energía que me trasmiten las canciones puramente instrumentales, las bandas que dan conciertos enteros sin cantar, utilizando las voces de sus instrumentos. Me da miedo morirme sin haber descubierto mi canción favorita.
Busco en mi celular alguna nota que haya escrito sobre esta semana, pero es una simulación, un acto simbólico, porque todos lo que ocurrió lo tengo acá, incrustado en el dolor de mis muslos (mi cuerpo y su costumbre de acumulación).
El martes llegué de trabajar a las once de la noche, cené con la noticia de que despidieron a ocho de mis compañeras, todavía no lo digiero bien. ¿Por qué tan tarde? fue lo primero que me pregunte, ¿por qué no les permitieron, al menos, dormir tranquilas? Todavía tengo pánico cada vez que me suena el celular, no quiero recibir una llamada nunca más. Me perturba la idea de que me puedan arrancar con tanta facilidad algo que ya forma parte de mi cotidianidad. Voy hasta allá, entro como si nada hubiera pasado, me encuentro con cinco o seis caras nuevas, todos lo demás sigue igual pero faltan ellas y nadie las menciona, yo tampoco. Cuando salgo les mando un mensaje, pero sé que van a desvanecerse, no me acuerdo cómo ni cuando pero sé que esta semana las vi por última vez en mi vida.
También fui a la dermatologa, me miro y me dijo "estoy pensando qué hacer con vos". Yo también la mire, estábamos pensado lo mismo.
Es ocho de marzo y es el tipo de día que me incomoda hasta las huesos, la lucha, la sangre, el dolor, la injusticia. Tantas veces escribí al respecto que hoy voy a admitir algo: feliz de ser mujer me siento, sí, cuando me abrazan mis amigas, cuando escucho las risas de mis tías, cuando encuentro la más fiel complicidad dentro de un baño con una chica desconocida que me presta su rimmel, cuando conquistamos derechos sobre la avenida Rivadavia, cuando comparto un mate con mi mamá abajo del solcito, cuando las tengo a mi alrededor y me hacen sentir superpoderosa. Sí, feliz de ser mujer soy, pero no por el día ni porque me lo deseen, sino por ellas.
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