miércoles, 17 de junio de 2020

Sobre mi Reina y mi Dios


Sentadas en la mesa, almorzando con mi mamá a las tres de la tarde, mientras corta la milanesa, de la nada (o desde sus profundidades que desconozco); comienza a murmurar sus pensamientos, mezclando la actualidad con sus recuerdos, las noticias del día con su pasado, superponiendo los tiempos con un nivel de narración que yo estoy muy lejos de dominar.
"Hay gente que la está pasando muy mal, nosotros, gracias a Dios, estamos bien", habla sin mirarme, lo que me hace cuestionar si verdaderamente me está hablando a mí, o solo estoy presente en uno de los viajes a través de su mente "Cuando vivíamos en el hotel y no teníamos nada, Monica me compartía de su comida para darle a ustedes; yo me pasaba días sin comer, iba a la municipalidad, a casas de libros, a pedir a ver si me daban algo ¡Y me daban eh!" Contaba con naturalidad, tranquila, solo mencionando una más de las tantas historias que lleva hace años sobre su cuerpo, sobre su historia, dónde cada vez que revela algo pareciera ser que menos sabemos.
Pensé en mi infancia, en las cosas que me inventaba a mí misma para jugar, que ese conventillo era mi castillo, que yo era la reina de todo: de ese baño que compartíamos entre diez personas, de la cocina también, de esos pasillos, de las paredes con humedad, de cada escalón, de la piecita diminuta donde dormíamos los cuatro.
"Yo nunca me di cuenta de todo eso" le respondí, le confesé a mi mamá, para que sepa, al menos ahora, que esa batalla la había ganado. Que sus hijos nunca se fueron a dormir con la panza vacía ni con el corazón triste.
Ella me mira y se ríe, como recién notando que yo la estaba escuchando, como si yo le hubiera dicho que me acababa de enterar que Papá Noel nunca existió.
"Uno puede aguantarse el hambre" me dice "Pero a los chicos ¿cómo le explicas que no tenes nada para darle de comer?"
Me abraza un amor inconmensurable por esta mujer. "Ahora estamos acá má, mira todo lo que conseguiste, tenemos nuestra casa, nuestras cosas, nuestros perros" eso le respondí, pero quería decirle: Silvia, este es tu castillo, realmente tuyo, el que te ganaste venciendo a todos los dragones que te pusieron en el camino. Este es tu palacio, ya hiciste suficiente y ahora nos toca a nosotros luchar por vos.
Mi mamá asiente y sigue mirando el celular distrayéndose con el primer vídeo que le aparezca en el inicio. Ella tiene otras preocupaciones, otra manera de entender la vida, lo cual me parece perfecto, porque esta realidad no merece su pena.
De lo poco que recuerdo de cuando era chica, hay una situación que todavía me atormenta y me hace ruido aunque hayan pasado años, quizás recién ahora empiezo a entender lo que representa y por qué mi cabeza no me lo permite olvidar.
En esos tiempos, que yo debía tener siete años como mucho, alejadísima de entender el concepto de la plata o la pobreza, o siquiera de la realidad. Solo escuchaba hablar a mis papás de todo lo que nos faltaba, lo que nunca nos alcanzaba, a lo que nunca llegábamos. Yo no sabía a qué se referían, pero entendía que teníamos nuestros límites, nuestros imposibles.
Con todos mis dotes de actriz, mi imaginación para crear dramas (desde siempre). Un día subí a jugar con mi vecina Dalma, digo subir porque la pieza dónde ella vivía con su familia estaba en la terraza, lo que yo en ese momento envidiaba porque significaba que toda esa parte de arriba era su patio. En fin, reitero que tengo muy mala memoria para todo lo que me haya ocurrido antes de los diez años; pero justamente de este momento recuerdo perfectamente el escalón donde estábamos sentadas, increíblemente no recuerdo ninguna de mis palabras pero si el lugar. No sé qué le dije, le conté que en mi "casa" las cosas estaban complicadas, creo que inventé que mi mamá se había quedado sin trabajo pero puede ser que eso haya sido verdad.
Quizás el pensamiento común es que no se puede juzgar a una nena por inventar una historia pero todavía esa escena me avergüenza rememorando dentro de mi mente, que se sentía como estar improvisando, todo lo que estaba diciendo era ficticio para mí, ni siquiera estaba triste, solo estaba probando los límites de mi actuación.
Evidentemente fui lo suficientemente convincente para que Dalma se lo cuente a su mamá, y esta otra mujer maravillosa, me dio media docena de huevos y plata, no sé si era mucha o poca porque yo no sabía ni contar. Pero sin pensarlo mucho, me dio todo eso para que yo lleve a mi casa.
Aparece en mi mente la imagen de una bolsa gigantesca (al menos basada en mi perspectiva a esa edad), llena de juguetes, pero ahora no puedo descifrar si fue también algo que me dieron o cosas que yo regale, no importa mucho porque cuando llegue a la puerta mi mamá obviamente me mandó  a devolver todo de inmediato.
Ahí está la angustia más inmensa que me trae esa situación, quizás por esto mi mente no me lo permite perdonar aunque haya pasado tanto tiempo y ni siquiera tuviera dimensión de lo que estaba pasando. Pero al volver a mi casa, con todas esas cosas en la mano, encontré verdadera tristeza en los ojos de mi mamá, era tan cruda y real que me largue a llorar a penas la vi, ella no me había dicho ni una palabra pero yo me sentía como la peor persona del mundo.
Ahora que crecí recién puedo entender que en su mirada encontré dolor, dolor que le daba que su hija haya notada esa falta, esos problemas internos. Ella creyó que yo estaba pasando tanta hambre que tuve que ir a pedirle comida a la vecina. Esa vergüenza que sintió en ese momento, todavía la persigue hasta días como hoy, cuando sigue levantándose día tras día para que no nos falte nada, aunque haya una pandemia, aunque sea el maldito fin del mundo, ella sigue.
Es uno de los pocos recuerdos que me quedan, que el tiempo no logro deshacer de mis huesos, de mi cuerpo, de quién soy.
También en ese mismo hotel yo rezaba, mirando al cielo, cuando ni siquiera entendía qué estaba haciendo, solo murmuraba "Dios: si existís, quiero que me lo demuestres. Danos una casa grande donde entre toda mi familia, un árbol de Navidad que sea alto hasta el techo y, por favor Diosito, que mi papá deje de estar borracho, te prometo que me voy a portar bien para siempre."
Parece irónico porque el tiempo pasó, nos pudimos mudar, yo tome la comunión, nos regalaron un árbol gigante, no vi nunca más a Dalma, deje de creer en Dios y en una experiencia cercana a la muerte, mi papá finalmente dejo el alcohol.
Quizás, algún día de estos, al menos por compromiso, junte las manos y mirando a las nubes le susurre a Dios sobre todos los agradecimientos que todavía le debo.
Espero que me sepa perdonar por todas las iglesias que queme por mi libertad, que sepa que crecí pero además de pedir, ahora también lucho y milito por nuestra clase social.

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