El sol desfila sobre la
ciudad con su narcisismo cotidiano. Se exhibe, no abandona su ego, pero busca
hasta en las sombras de los edificios alguien que la nombre, que le dé el
reconocimiento que se merece, que comenten sobre su poder de otorgarle colores
a todo, que le agradezcan.
Pero las calles de
Buenos Aires jamás le fueron tan indiferente. En el pasto, en los semáforos, en
el río, en las hamacas, nadie.
El destierro de Adán y
Eva, otra vez, pensó. ¿A qué tipo de desobediencia se debe ahora?
El aire del exterior es
más puro pero frío, no por su temperatura, sino su lejanía, su gusto peligroso,
con sabor a falsa libertad y la espesura de todos los miedos.
Quieren respirarlo para
sentir que su presencia en el mundo no es tan finita, tan sumisa, tan
limitante.
Pero su Dios, o su
ciencia, o el poder equivalente a estos dos, los sitúan en su insignificancia,
los esconde de todo lo que crearon. Ahora saben lo que se siente ser
traicionados por sus propios fundamentos, sometidos por sus manos, por su
composición.
En las avenidas las
fuerzas de seguridad no le permiten pasar a los autos, pero existen demonios
capaces de abrirse camino en silencio, sin identificación, puede entrar donde
deseen, hasta sin consentimiento, casi como el espíritu santo. Las barreras no
son un obstáculo cuando la oscuridad puede tomar cualquier forma, la de ese
auto, la de ese anillo, la de esa voz, la de Adán.
Algunos caen en la
tentación, todos están pagando por los pecados de otros, de sus antepasados, o
por los suyos. Son demasiados.
El exilio busca
sanarlos, mejorarlos. Se confunden, entienden todo al revés. Se desvanecen,
pierden equilibrio, se convierten en serpientes.
La fina línea del bien
y el mal pierde nitidez por falta de luz.
Los rayos no atraviesan
las paredes revocadas, los rezos no se escuchan, se disipan en la casa, se
ahogan bajo un mismo techo.
El paraíso vacío.
El sol se vuelve a
preguntar ¿Estas viva Eva? ¿Qué fue lo que hicieron esta vez?
Fotos: Nicolas Stulberg, Veronica Ruiz y Walter Carrera