Los días grises, lluviosos, fríos, nos pertenece a nosotros, a los poetas. El café negro, los corazones rotos, los vaivenes, amigarse con la soledad, odiarla después de unos minutos. Es como si estos días, dónde el resto del mundo se resguarda e intenta esconderse de las gotas, nosotros encontramos una razón para mostrarnos verdaderamente, para conocernos, para la auto contemplación.
Por esos tipos de pensamientos vagaba sentada mirando por la ventana de la cafetería más económica que logre encontrar dentro de las calles de Buenos Aires. “Siempre refugiándote en tus aires de superioridad” solías decirme, y cómo me enfurecía, porque tenías tanta razón. Porque desde la mirada artística, estar sola (otra vez) reflexionando sobre un glacial martes de invierno, era algo más mágico, más trascendental, más literario que la simple acción de la realidad, que era no tener con quién compartir el café y las medialunas que eran vitales en mis hábitos de supervivencia.
Entre el tercer y el cuarto sorbo, te encuentro caminando en la multitud. Imposible no verte, un rayito de sol atravesando este lúgubre clima y los rostros apagados de todos aquellos que te rodean.
Casi que me enoja ver como seguís igual de resplandeciente, como si la vida en vez de pasarte por encima, a vos te acompaña y te ayuda a crecer, te volves su amigo.
Sos el primero que veo recorrer la lluvia sin un paraguas. Porque en vez de evitarla, siempre te gusto apreciarla. Una de las pequeñas cosas que teníamos en común, los dos adorábamos los días así. Solo que vos siempre preferiste salir a sentirla mientras que yo me conformo con ser una espectadora y escribir sobre ella. Cada uno con su forma de venerarla.
Te creció el pelo, los rulos mojados caen sobre tu cara como una cascada marrón. Nunca aprendí a describirte de maneras más objetivas, más claras. Por suerte la naturaleza siempre me otorgó los recursos necesarios para encontrar metáforas y comparaciones exactas, que para mí, se adaptan más correctamente a tu persona que simples adjetivos vagos e imprecisos.
Me imaginé que pasaría si me vieras ahora. Si nuestras miradas se cruzaran por un milisegundo y recordarás la finita vida que tuvimos juntos. Si en esa pequeña conexión me dieras una señal, de qué sentís, de qué pensas, de qué nos pasó.
Entras a la cafetería y te sentas en frente mío como si fuera una cita planeada, sin pedir permiso, sin invitación porque el mundo es tuyo, como si yo fuera tuya.
“Hola” te digo, para simular que todavía tengo el control de la situación, para tener, al menos, la primera palabra.
“Hola, disculpa que llegue así de la nada, fue un impulso cuando te ví, no lo pensé bien pero ya estoy acá sentado así que no tenemos escapatoria”
Se me escapa una sonrisa inocente al darme cuenta que, a pesar de todos los meses sin vernos, estar con vos se siente con cierta seguridad como con un amigo con el que compartiste toda tu adolescencia y a pesar de la distancia, del crecimiento, todavía existe una confianza impenetrable de todas las historias que compartieron.
“Está bien, vamos a tomar algo y hablar de la vida, por los viejos tiempos”
Pedís un té negro, le pones poca azúcar porque pensas que tomarlo demasiado dulce es una falta de respeto al sabor de sí mismo, es decirle al té que su gusto no es suficiente. Siempre tan considerado.
“Te iba a decir que casualidad encontrarnos hoy, pero sería mentira. Vos en una cafetería, yo caminando por la lluvia. Un poquito de lo que somos. Así también nos conocimos ¿Te acordas?”
¿Cómo no me voy a acordar? Si escribí cientos de poemas sobre ese día, te hubiera respondido. Pero evito ser demasiado sincera porque siento que me pone en una posición más vulnerable. Y yo me prometí a mí misma, jamás volver a ponerme ahí. Porque con esa misma cara de ángel tenes la habilidad de destruir palacios enteros con pocas palabras.
“Si me acuerdo, se me escapan algunos detalles. Pareciera que fue en otra vida” Respondo verdades a medias. Ni mucho, ni poco, lo justo.
“Pasaron cuatro años ya, no es tanto pero se siente como un montón. Cuánto cambiamos ¿no? Cuánto crecimos”
Me acuerdo de todo eso, de que los dos teníamos veinte años y buscábamos casi caprichosamente cumplir nuestros sueños, intentar vivir de lo que amábamos, intentar hacernos un nombre en la industria del arte.
Eso fue lo primero que nos unió al conocernos, nuestro hambre de encontrar y trasmitir belleza al mundo. El miedo a trabajar en una oficina, a tener una vida vacía de colores, de experiencias interesantes. El amor a las rimas, a los ritmos, a los ideales. Tan apasionados que rozabamos lo ridículos, Ni siquiera nos llevábamos tan bien pero estábamos todo el tiempo juntos porque manejábamos la misma intensidad, y al final del debate terminábamos acordando que todo es relativo, que ambos teníamos un poco de razón. Esa era la única manera de llegar un acuerdo.
Imagine que levantabas la mirada, me veías, entrabas a tener una última conversación conmigo, a ayudarme a cerrar este ciclo. Que nos reíamos, recordábamos y nos poníamos al día.. Nos felicitábamos por haber alcanzado nuestras metas, aclarábamos sobre lo mucho que nos amamos y cómo eso se transformó a otra cosa que no pudimos manejar, en que la única manera de salir sanos de eso era separarnos, de que está todo perdonado, que estábamos orgullosos. Que maduramos y cerramos ese ciclo.
Pero vos no me viste, porque no me estabas buscando (como yo a vos) y seguiste tu camino, que es otra manera de darme las respuestas que necesito. Porque simplemente ya no formo parte de tu vida, y aunque me duela admitir, vos tampoco perteneces a la mía.
Ya no queda lugar en mi poesía ni en esta cafetería para que te sientes. Seguí caminando debajo de la lluvia, yo prefiero quedarme acá calentita, mirándola. Despidiéndote con mis ojos.
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