Recientemente
me di cuenta de que soy, de hecho, una adicta a los sentimientos. A sentir,
para ser más exacta.
Lo que, para
ser sincera, complica mucho mi vida ya que toda mi existencia es una ordinaria
rutina de aburrimiento.
Más allá de
que otra de mis más grandes adicciones sean las letras, supongo que esa es la
razón escondida de por qué disfruto tanto de la literatura, la cinematografía y
toda la ficción en la que me veo diariamente envuelta.
Soy una
consumista de emociones. Una obsesión psicológica tan grande que me afecta
físicamente también, algo tan normal como una risa o una lágrima, algo tan
trágico como un aumento de pulso en todo mi organismo. Es esa ‘piel de gallina’
durante una canción, y es ese ridículo bienestar personal cuando escucho su
voz.
Para una
simple adolescente con una vida terriblemente predecible es un problema
bastante grave; ya que se podría decir que todo lo que me mantiene funcional la
mayor parte del tiempo es mi imaginación.
Mi reciente
descubrimiento explica mucho de mi persona, déjenme decirles.
El fuerte
dolor de pecho que siento cada vez que me siento levemente atacada o afectada
por algo, como si un mundo empezara o terminara a partir de eso, como si a
alguien le perjudicara al igual que a mí. Es agresivo y exagerado, y permítanme
confesarles que es agotadoramente asfixiante.
Esa
abrumadora felicidad que siento por pequeñas cosas que no modifican mi
existencia bajo ningún concepto, esa fortuna de la que robo un pequeño trozo
para saciarme en ella, no es mía, no es de mi incumbencia, pero la disfruto
descomunalmente como si de mi vida se tratara.
Ese amor
incondicional que despierta cada una de mis células, las hace bailar, las hace
sonreír. Ese cariño inimaginable hacia una cosa o una persona que existe solo en
mi cabeza, porque somos realidades tan distantes que no parecemos del mismo
mundo. Esa adoración indescriptible hacia todo o hacia la nada misma, pero más
real que mí propio universo.
Y ese odio
que pareciera que corre por mis venas, que me llena de una forma aterradora.
Que a veces me domina. Ese enojo extremo al que le tengo miedo, pero sé que le
pertenezco en muchas formas, ya que algunas veces soy su esclava. Ese rencor
que viene sujeto de una indignación que no hace más que ahogarme. Esa incomprensión
terrible que me vuelve irracional.
Polos tan
separados e intocables. Todo o nada, no hay intermedios.
Mi cerebro
hace sentir a mi cuerpo como toda esa ficción con la que llene mi cabeza. Y
ahora soy una víctima en mi cuerpo. Que no puede hacer más que resignarse a
vivir intensamente una subsistencia vacía y llena de dudas.
Todo es mi
culpa, me amo y me odio por ello. Me hace increíblemente feliz e
intolerablemente triste.
ESCRITO EL 25 DE MAYO DEL DOS MIL QUINCE.
No hay comentarios:
Publicar un comentario